Las comunidades de mexicanas que habitan allende nuestras fronteras

Nuestras comunidades de mexicanos en el extranjero fuera de los EE. UU están compuestas basicamente por mujeres. Un sueño o una fantasía normalmente lleva a estas mujeres mexicanas a alejarse de su país, su cultura y su familia. No siempre esos sueños matrimoniales se hacen realidad pero no podemos negar que en muchísimos casos la migración de estas mujeres enriquece otras culturas y trae experiencias nuevas a la mexicanidad. Image

Las comunidades de mexicanas que habitan allende nuestras fronteras

 

A lo largo de nuestra vida diplomática, tuvimos el privilegio  de adentrarnos en las peculiaridades de las comunidades mexicanas –especialmente de mujeres- asentadas endiversos países. Mujeres que dejaron México en forma definitiva por haberse casado con hombres de otras nacionalidades. Estos al volver a sus países de origen las trajeron consigo, e indirectamente las enfrentaron -una vez pasada la novedad- con el reto de vencer la nostalgia y adaptarse a culturas a veces totalmente desconocidas y, en algunos casos, hasta incompatibles con nuestros valores y sistema de vida.


Surge pues la pregunta de cómo llegaron esas  mexicanas a conocer a sus maridos. Bueno, fue generalmente en ambientes de tipo occidental, sea porque ellas mismas salieron a los países desarrollados a estudiar; o porque estos futuros cónyuges estuvieron en nuestro país comisionados en empresas extranjeras con filiales en México, pero sin la intención de asentarse en nuestro medio en forma definitiva.

 

México ha albergado en su territorio a extranjeros de diversa condición, en su mundo académico, en el  de los negocios, e incluso en el de la política que dio refugio a muchos perseguidos no solamente latinoamericanos sino de otras nacionalidades más excéntricas de nuestra geografía. Este hecho ha puesto en contacto a un buen número de mexicanas con hombres extranjeros; quienes las han encontrado suficientemente atractivas como para decidir pasar el resto de sus vidas al lado de ellas. Unidos en matrimonio, unas conforme al que nosotros entendemos y, otras, bajo modalidades que las llevarán a situaciones inéditas en su vida familiar.

 

Me atrevo a pensar que esa enorme diáspora de mexicanos(as) que va feliz a países  desarrollados que nos han invadido, vencido y hasta humillado, no repara en tales aspectos históricos. Van llenas de expectativas, ilusiones y admiración por sus cónyuges y sus sistemas de vida. Así esos factores subjetivos sientan las bases del engranaje de expulsión de los miles de mexicanos que terminan asentándose en el extranjero.

 

El mexicano, sobre todo el que vive en el extranjero, conoce la historia nacional de las derrotas a manos de invasores ávidos de controlar nuestro territorio, o cuando menos una parte de él, pero hay diferentes lecturas sobre esos hechos históricos. Así, la conquista española queda justificada si la mexicana se casa con español, porque nos trajeron la civilización occidental y la ahora mayoritaria religión. Las repetidas intervenciones francesas terminan en la mente de esas mexicanas como algo que a México le hacía falta. Y las invasiones estadounidenses, adquieren reconocimiento en el sentido de que nos acercaron a nuestras propias puertas el desarrollo de la ahora primera potencia.

 

En el fondo hay algo que se identifica con esa admiración del mexicano por el gandalla que sabe aprovechar –como lo han hecho esos países- las debilidades de nuestro sistema político y social. No hay más que echar un vistazo a ese engendro de museo,  que solamente es viable en México, denominado eufemísticamente Museo de las Intervenciones; monumento a las derrotas bélicas mexicanas muy elocuentemente descritas que dejan en el visitante no empatía por el vencido, sino el convencimiento del genio de los que nos han pegado y arrebatado lo que era nuestro.

 

La racionalidad no expresada tiene que ver con la pregunta que en su interior se hace el mexicano en el sentido de que si nuestra milenaria cultura, no ha sido suficientemente fuerte para defendernos de tales agresiones, ni tampoco para generar el cambio que se anhela, entonces para qué sirve ese sistema de valores nacionalistas.

 

Así que el mexicano en el extranjero  llega a la conclusión de que en México se está  superficial y retóricamente con el que pierde, pero en lo oculto, porque no se expresa tan abiertamente, la  admiración se la lleva el que gana y ello, por tanto, da a lo extranjero una estatura por encima de la  nacional.

 
Así esas diversas generaciones de mujeres, crecieron en ese entorno que les motivó una gran curiosidad por conocer lo ajeno más a fondo. Sin embargo, una cosa es idealizar lo extranjero desde México, y otra cosa es vivir lo ajeno, lo no afín, día tras día. Al final de cuentas esa mexicana o mexicano llega a la conclusión, tarde que temprano, que ese México que dejaron atrás, que ahora anhelan intensamente, ya no está a su alcance. En el peor de los casos, cuando el marido muestra intransigencia con lo nuestro, entonces una insistente presencia de la cultura mexicana,  pueda significarles la pérdida del cónyuge y hasta de los hijos.

 

A partir de ese momento de realización, solamente queda el recursos de acercarse a las representaciones consulares y diplomáticas de México para cuando menos tener un estado de ánimo que les recuerde nuestros cantos, la forma en que se les arrulló  de niñas, las calles del México provinciano, los paseos de la capital, nuestras flores, nuestros pájaros, nuestras historias, nuestras pláticas familiares de sobremesa y, sobre todo, las comidas que ya no se repetirán. Entonces, en esas comunidades nuestras en el extranjero se instala en su mente una nostalgia empedernida  que idealiza a México y a lo nuestro, cuando todo ello ha desaparecido de su entorno.

 

Ciertamente que estas tipologías de las migraciones mexicanas femeninas se van conformando después con base en las características culturales del país de residencia. Desde esa perspectiva, describiré algunos casos y situaciones que llamaron poderosamente mi atención, tal vez por mi propia formación académica, la de antropóloga social.

 

  Las mexicanas en el Perú

 

Recuerdo por ejemplo la comunidad de mexicanas que habitaban en el Perú, a finales de los ochenta, principios de los noventa. Era el fin del primer gobierno democrático del presidente Alan García, quien lamentablemente dejaba al país sumido en una severa crisis económica y política. La comunidad de mexicanas residentes, valoraba y resentía ver a sus maridos enfrentar, como podían, el reto de cómo hacer que sus familias sobrevivieran el gran caos económico del país.

 

Esa comunidad estaba formada por un buen número de mexicanas casadas con profesionistas peruanos que habían hecho estudios de especialización en México, durante las décadas de los sesenta y los  setenta. Curiosamente, la afinidad cultural los había unido; cuando normalmente en nuestro país, es al revés. En este caso ellas hubieran deseado que fueran los peruanos los que se hubieran quedado en México. Como eso no fue posible por la escasez de posibilidades profesionales en nuestro país para los latinoamericanos, ellas habían tenido que seguirlos.

 

Al ingresar al Perú, el gobierno militar del General Velasco Alvarado, las había puesto en la disyuntiva que previa  la nueva Constitución. La obligación legal impuesta a la extranjera –mas no  al extranjero- de adquirir la nacionalidad peruana obligatoriamente. Es decir, para la extranjera casada con  peruano, no estaba disponible el régimen legal de residente permanente. De tal manera que la opción era profundamente autoritaria, o aceptaba renunciar a su nacionalidad mexicana, y optaba por la nacionalidad peruana; o se marchaba del Perú.

 

Por su parte, en el México de los años sesenta –cuando la mayoría de esas mexicanas se convirtieron en peruanas- nuestra Constitución todavía no reconocía la posibilidad de la doble nacionalidad. Esto se legisló eventualmente con el indocumentado mexicano en los EE.UU. en el régimen del Presidente Carlos Salinas; empoderando así a las comunidades mexicanas en los EE.UU. para que pudieran votar y defenderse de la discriminación de la que eran objeto.

 

En el caso de las mexicanas peruanas, la Dirección General de Asuntos Jurídicos, instancia encargada del rubro de Nacionalidad Mexicana en la Secretaría de Relaciones Exteriores, determinó que NO procedía aplicar a esas mujeres las excepciones que la Ley de Nacionalidad estipulaba. Con ello se refería a que la nacionalidad mexicana no se perdía por la imposición  involuntaria de una nacionalidad extranjera, por razones de adquisición de esa nacionalidad extranjera involuntariamente por razones del domicilio, o cuando por razones de trabajo no quedaba al trabajador o trabajadora, ninguna otra alternativa.

 

El entonces director general de Asuntos Jurídicos, obviamente de nombramiento político y no diplomático de carrera, llegó a la conclusión de que si las mexicanas habían firmado la renuncia, y aceptado el pasaporte peruano, tales hechos constituían  un rechazo a la nacionalidad mexicana y expresaban plenamente la voluntad de esas mexicanas de ser peruanas.

                                       

Así que para el gobierno de México esas mexicanas que llegaron en la década de los sesenta y principios de los setenta, la pérdida de la nacionalidad mexicana era irremisible. En esa época del autoritarismo militar en el Perú, los poquísimos mexicanos varones casados con peruana, sí podían  acogerse al beneficio de un permiso migratorio de residente, y para nada se les exigía que se convirtieran en peruanos.

 

A las mexicanas pues las discriminaba tanto de la Constitución de su propio país –o la interpretación que hacían de ella las autoridades de la Cancillería- como la Carta Magna del país extranjero de su residencia.

 

Por tanto, las mexicanas no pudieron renovar nunca su pasaporte mexicano, ni registrar como mexicanos a sus hijos nacidos en el Perú. Además, el cónsul de la Embajada mexicana, exigía a la mexicana cumplir con rigor lo relacionado con la solvencia económica –en lo más profundo de la crisis económica peruana- para sufragar en México sus gastos cuando ellas viajaban a nuestro país a visitar a sus padres y familiares. Como el dinero que ellas llevaban era poco, por la situación económica imperante en el Perú, el argumento de que iban a hospedarse con su propia familia en México, les era rechazado por el cónsul. El resultado era que este funcionario les limitaba su estancia en México, a unos cuantos días y no a la totalidad de las vacaciones escolares de los hijos que iban a ver a sus abuelos.

 

En caso de divorcio, o reasentamiento de la familia incluyendo al marido, en México, la Embajada les negaba incluso el derecho de la importación libre de impuestos de sus pertenencias, por ya no ser mexicanas las esposas, ni los hijos, y tener que entrar al país bajo el régimen de extranjeras.

 

Todo esto se daba en tiempos por demás difíciles, no solamente por la grave crisis económica de principios de los 90’s, sino por la desolación que generaban los dos movimientos guerrilleros y su inaudita violencia. Asi que el posible regreso a México parecía inalcanzable.

 

Los requisitos mexicanos impuestos a los peruanos por la –Secretaría de Gobernación para la obtención de la visa, solamente podían cumplirlos los peruanos ricos que preferían irse de compras a  Miami, Florida más que a México, D.F.

 

A todas luces esas mexicanas eran víctimas de una situación política ajena a su voluntad y entonces se daba la figura absurda de defender a mexicanas de origen pero ahora extranjeras, lo cual no era aceptable para los programas de Protección de Mexicanos en el extranjero.

 

 Afortunadamente tras múltiples gestiones del propio embajador Flores Rivas–mi esposo- en un principio infructuosas – finalmente se logró revertir esta situación de absoluta injusticia. Para lograrlo hubo que llegar a una situación extrema. Una de ellas, la más echada para adelante, tomó el riesgo de renunciar a la nacionalidad peruana, exponerse a la deportación como apátrida. Perú trataría de deportarla a México, y el director general de Asuntos Jurídicos de la Cancillería mexicana desconocería la nacionalidad mexicana de la deportada y la mexicana quedaría en estado de apátrida.

 

Recordemos que por la inestabilidad política del Perú, en varias épocas la Embajada había concedido asilos diplomáticos a peruanos perseguidos políticamente, pero ahora se le maniataban las manos para ayudar a sus propias nacionales, lo cual implicaba dejar a la mexicana en absoluta desprotección internacional, ya que ninguno de los dos países la consideraría su nacional.

 

Al advertirle el embajador Flores Rivas al director de asuntos Jurídicos que de no aceptar a la mexicana, la SRE la dejaría en estado de apatridia. Entonces, México estaría cometiendo el delito internacional de propiciar el estado de apátrida en una de sus ciudadanas. Estos argumentos forzaron a la SRE a aceptar que la mexicana no había perdido su nacionalidad de origen, y a reintegrársela.

 

Asuntos Jurídicos de la SRE no tuvo más remedio que dar marcha atrás y reconocer a la mexicana la recuperación de su nacionalidad en los términos de la ley vigente mexicana, así como sus derechos inherentes a ese régimen. Se trataba a todas luces de una imposición indebida del gobierno peruano, y de una posición de la Embajada injusta e inmoral.

 

Este grave ejemplo evidencia a cuáles extremos puede llegar una mexicana para recuperar sus derechos. Nos quedó claro que la mexicana en el extranjero, con el paso del tiempo, no llega a resignarse a la distancia que la aparta de su mundo y de su mexicanidad. Y cuando busca apoyo en sus propias autoridades solamente recibe rutinariamente un trato desapegado e insensible del funcionario(a) mexicano(a).

 

He ahí la importancia de la esposa mexicana del cónsul o del embajador, por la empatía que ella puede  canalizar para sensibilizar a la Embajada o al Consulado, de la verdadera situación de la comunidad mexicana, o mixta, en el país de la adscripción.

 

La esposa del diplomático no está obnubilada por la tramitología consular y los protocolos diplomáticos. Ante el dolor humano, deben sustentarse los cambios necesarios, y no aferrarse a legalismos inhumanos. La esposa debe reaccionar como las propias mexicanas allá residentes; es decir, como madre, como esposa, como mujer, para que el binomio mujer/marido miembro del Servicio Exterior Mexicano  sienta, vea y analice el problema desde su propia humanidad. Siempre hay que estar en guardia ante una legislación insensible, o fría, ajena a las verdaderas necesidades de los mexicanos en el extranjero. Sí es posible que el jurista encuentre interpretaciones que favorezcan a la víctima y no que endurezcan el estado de indefensión por purismos leguleyos.

 

Reconocer oficialmente la labor de la cónyuge –que el derecho diplomático le da el título de embajadora- sigue siendo una tarea pendiente por la SRE. Curiosamente, hasta las propias funcionarias de la SRE ven a la esposa del funcionario con un dejo de menosprecio. Olvidan que la gran mayoría de esas esposas son tan profesionales y tan universitarias como la mejor de las secretarias de Relaciones Exteriores, de las que se pueda tener memoria.

 

 Un funcionario casado está más alerta a estas barbaridades de discriminación internacional de género. La retroalimentación que el funcionario diplomático mexicano recibe de su mujer- si ésta no adolece de complejos-  en su calidad de madre, hermana, o hija, o simple y sencillamente como amiga empática y siempre solidaria con su género, ha sido siempre invaluable para sensibilizar a la burocracia de tales dramas humanos.

 

Ante el hecho de que la función sustantiva de la representación diplomática es el contacto político con las altas autoridades del país anfitrión, y que en las misiones diplomáticas la función del cónsul no es autónoma, ambas ramas tienden a perder de vista el verdadero sentido de la protección del interés nacional del cual esas mexicanas son parte sustantiva e indivisible.

 

A ello hay que agregar la situación inesperada pero frecuente, de la mexicana víctima de violencia intrafamiliar, sustrayéndose la posibilidad de que la misión diplomática pueda convertirse en  hogar temporal para esas mexicanas maltratadas.

 

Es curioso, la Embajada mexicana en América Latina está abierta y es generosa con el o la refugiada política, pero es indiferente con la comunidad mexicana. Cuando se presentó algún caso de pretendida violencia terrorista, ejercimos lo que nuestra conciencia nos aconsejó.

 

Si nuestra ley no lo prohibía, partimos de la premisa que lo que no se prohíbe expresamente, es perfectamente legal y legítimo. Así que en tratándose de familias mixtas, acogimos a la familia en la residencia del embajador mientras pasaba el reto de la amenaza terrorista de la cual esa familia era blanco.

 

Así que a pesar de estas circunstancias que afortunadamente parecen haberse superado en el Perú, procuramos que las mexicanas encontraran en nosotros un ambiente mexicano real, y una defensa no solamente de injusticias por parte de la legislación local, sino de la propia ley mexicana.

 

 

 

Lili Bolívar

 

 

 

 

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